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7. ¿Cómo está mi coneja?

  • Aida Maria Castro Morales
  • 21 may 2017
  • 3 Min. de lectura

“Al caminar por los senderos de la vida, nos sobrevienen acontecimientos inesperados, encuentros fortuitos, sorpresas que nos transforman.

A veces se trata de un cometa, a veces de un meteorito. Los cometas son aliados, son encuentros que te enriquecen, te dan fuerza divina, te ayudan a elevar la consciencia. Por el contrario, los meteoritos son catástrofes en torno a las que el árbol genealógico se enquista, nos debilitan, nos hieren.

Los aliados pueden aparecer de pronto, sin esperarlos ni buscarlos. Pero si se necesitan, no está mal emplearse en buscarlos…

si se mira bien, hay cometas en todos los cielos.”

Marianne Costa

Algunas huellas se cubren, otras se ocultan, otras más se limpian. En el proceso recordó la mancha que aún estaba sobre el ropero en la casa de sus padres, humedad que se empeñaba en aparecer una y otra vez, y que era cubierta con pintura cada vez que volvía a hacerse presente con el paso del tiempo.

Esta superficie del techo similar a la piel clara de esta mujer que al ir contemplando el tejido de su árbol vio asomarse entre sus ramas el recuerdo de aquella urgencia con la que su padre la tomara en sus brazos para llevarla al hospital después de que una grave quemadura enrojeciera su brazo izquierdo; dejando amenazas tras de sí y maldiciendo las circunstancias que herían a su pequeña la llevó con urgencia para calmar su llanto y detener las posibles consecuencias de un accidente de tal magnitud.

Ese incidente no dejó huellas que alteraran notoriamente su epidermis, al menos no en su cuerpo, pero en la carne de su alma su piel estaba hecha un nudo de herida no sanada.

Porque primero cuento la historia y después soy fiel a ella. Fiel a la solidaridad con alguno de los progenitores, viviendo en secreto el dolor de la renuncia al reconocimiento de la unión con la otra parte, y con ello careciendo del sustento de esa raíz rechazada para no traicionar la historia de sufrimiento con quien aún vive.

Recordaba a un padre trastornado por los demonios de su locura y el daño que sus violentas acciones causaran entre su madre y sus hermanas, con ella en medio como elemento apaciguador.

Pero el inconsciente siempre se las ingenia para hacer presente lo importante: cómo su amor se abrió paso a través de su locura. Porque no hay locura que oculte el amor que brota de la raíces. Aún en las historias de horror hay espacio para la belleza.

Poco a poco las palabras brotaron del lugar oculto y como ungüento la fueron acariciando: “¿Cómo está mi coneja?”, el rostro sonriente de su padre preguntando por ella al llegar a su casa, un ritual que practicarían por algún tiempo antes que él abandonara el hogar presa de sus propias oscuridades.

Rito que repetiría, para comulgar en la distancia y no olvidar más, ahora sentada en la mesa de la cocina de su propia casa saboreando un pan en el que escribía con miel esa querida frase; y afirmando el vínculo, en un encuentro simbólico abrazando con ternura y fuerza esa coneja que había buscado sin encontrar en algunas jugueterías, hasta que una mañana previa a la sesión, la hallaría vestida como se la había imaginado, esperándola para irse con ella.

Abrazo que se volvería una experiencia compartida al sentir a sus hermanas acercase para convertir este fuego en comunión grupal.

Retornaría sintiendo la conexión con su papá y experimentando que conservaba la de su mamá. Supo que no era posible vivirse sostenida desde su suelo ancestral sin soltar la culpa que pudo transformar a través de la verdad que nos brinda un recuerdo amoroso.

Imagenes tomadas de: http://www.publicdomainpictures.net/

 
 
 

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